viernes, 16 de diciembre de 2016

De revoluciones y planificadores* (por Gabriela Calderón de Burgos)*

Leonardo Vicuña Izquierdo en 1987 realizó un recuento de la evolución de los planes de desarrollo que se han elaborado e implementado en Ecuador desde 1933. Allí Vicuña dice que en todos los casos se han diagnosticado “los problemas del desarrollo ecuatoriano, las potencialidades económicas del país” y que en torno a las evaluaciones realizadas posteriormente “hemos podido apreciar que siempre los resultados han sido desalentadores”, en muchos casos, empeorándose los problemas que los planes pretendían resolver.

Vicuña lamentaba la falta de poder en los organismos planificadores, la resistencia del sector privado a las directrices de los planificadores, los débiles mecanismos de control, entre otras cosas. Así que la obsesión planificadora de nuestra clase política no es novedosa.

El auge de la planificación estatal se suele dar cada vez que tenemos una bonanza petrolera. Así fue que durante el primer boom petrolero, según lo relata el economista Wilson Pérez, el gobierno “nacionalista” y “revolucionario” del general Guillermo Rodríguez Lara consideró que la economía manifestaba “una gran concentración del poder y la riqueza en sectores reducidos incapaces de crear las motivaciones para el desarrollo”. Su respuesta fue “sacudir al país de la dependencia de los centros oligárquicos del poder”.

Con eso en mente, la dictadura militar publicó en 1972 su plan de gobierno. El plan hacía recurrentes llamados a combatir la ineficiencia y corrupción en la administración pública, la “explotación” y la desigualdad de riqueza. También prometía diversificar la producción, distribuir más equitativamente el desarrollo entre las regiones del país y habla de “sustitución de importaciones en forma selectiva”. Casi todo el plan podría ser copiado y adoptado por el gobierno de la Revolución Ciudadana y costaría encontrar las diferencias.

¿En qué terminó ese experimento? Durante los primeros años los tecnócratas a cargo de la “revolución” pudieron jactarse de niveles de pobreza en declive y de un crecimiento económico impresionante. Pero luego empezaron a asomar los estragos. El sector industrial estaba altamente concentrado entre grupos privilegiados por la política industrial y comercial del régimen. Estos grupos se beneficiaban de un mercado casi cautivo, permitiéndoles elevar los precios al consumidor. El gobierno revolucionario luego trató de imponer controles de precios, lo cual dio lugar a una red de corrupción alrededor de las oficinas estatales encargadas de hacerlos cumplir. Se acentuó la dependencia de la economía en el petróleo.

Según los economistas Pedro Romero y Fabián Chang, el Estado ecuatoriano llegó a tener 99 organizaciones del Ejecutivo y ministerios (para 1950 había tenido tan solo 36). Entre 1971 y 1990 se crearon 61 empresas estatales. Casi todo lo creado durante la dictadura revolucionaria militar sigue vivo o ha sido revivido por el Gobierno actual. De acuerdo con Romero y Chang, entre 1965 y 1980 el gasto del Estado como porcentaje del PIB pasó de 9,5% a 22,5%. Pérez señala que la deuda pública pasó de 16% del PIB en 1971 a 42% del PIB. El legado de las “dictablandas” fue la década perdida de los ochenta.

De ese experimento setentero estatista podríamos haber aprendido que un Estado obeso y controlador no conduce ni a la democracia liberal ni a la prosperidad. Pero nos tocó repetir la experiencia y ya estamos viendo resultados similares. Ojalá esta vez aprendamos la lección.


* Artículo de opinión publicado en Diario El Universo, 16 de diciembre de 2016.

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